Juan Ramón Jiménez opina sobre la fábula en su obra más inmortal: "...siempre dejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma caída del final."
Ay, qué cerca estoy del poeta. Es lo que tiene releer de mayores Platero y yo, y ver el mundo con alma de niño inquisitivo todavía. Pero un niño que juega con la ventaja de deleitarse como nunca con el lenguaje y de comprender lo que se le escapaba de la trastienda de cada capítulo del libro. Aún no tengo claro cómo se ha podido considerar durante un siglo solamente un libro para niños. Ahora que se cumplen cien años de su primera publicación, rezuma frescura por todas partes y lejos de ser una mera obra etnológica tiene que ver más bien con el pensamiento y la vindicación de la ingenuidad por parte del autor. Es ahora cuando me cala del todo y me da claves, tras aquella primera lectura obligada de infancia que se me escapa en toda su dimensión. ¿Proyectaba Jiménez la sublimación del mundo de la naturaleza y de la infancia para que ya en nuestro mundo de adultos recurriéramos como una necesidad a su recuerdo? ¿Acaso porque con la carga poética de cada página iba la descripción de un mundo que seguimos necesitando? ¿O porque la poesía es una herramienta superior para ahondar en el conocimiento de la vida?
Tomo al azar un capítulo, el CXXV, titulado La fábula y me doy cuenta de que comparto ese contra gusto de Juan Ramón Jiménez acerca de las fábulas.
"Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo,
como a la iglesia, a la guardia civil, a los toreros y al acordeón. Los
pobres animales, a fuerza de hablar tonterías por boca de los
fabulistas, me parecían tan odiosos como en el silencio de las
vitrinas hediondas de la clase de Historia natural. Cada palabra
que decían, digo, que decía un señor acatarrado, rasposo y
amarillo, me parecía un ojo de cristal, un alambre de ala, un
soporte de rama falsa. Luego, cuando vi en los circos de Huelva y
de Sevilla animales amaestrados, la fábula, que había quedado,
como las planas y los premios, en el olvido de la escuela dejada,
volvió a seguir como una pesadilla desagradable de mi
adolescencia.
Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, de
quien tú me has oído tanto hablar y repetir, me reconcilió con los
animales parlantes; y un verso suyo, a veces, me parecía voz
verdadera del grajo, de la paloma o de la cabra. Pero siempre
dejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma
caída del final.
Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido
vulgar de la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario
de la Academia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo.
Tú tienes su idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni
ésta el del ruiseñor. Así, no temas que vaya yo nunca, como has
podido pensar entre mis libros, a hacerte héroe charlatán de una
fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de zorra o el
jilguero, para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana
del apólogo. No, Platero..."
Francamente, los desenlaces que se han pretendido morales, esto es, de imposición y de convergencia con lo que hay que pensar, no suelen cuadrar bien con los espíritus transgresores. ¿Y hay algo más transgresor que la fuerza del pensamiento y el alma interrogativa de un individuo?
Caigo en la tentación de la moraleja y recomiendo: aprovechad el tirón de 2014. Es una fortuna conmemorar uno de los libros de nuestra idiosincrasia. ¿La del español? No, la del hombre.