Al despertar el pintor José Hernández una mañana, tras el sueño intranquilo de toda una vida...No quiero seguir. Sería demasiada falsa la ficción ante la circunstancia irrevocable. Se impone el hecho a la memoria de la existencia, donde ésta se confirma con sus rostros, sus gestos, sus motivaciones, sus desquites y sus trazos. Sobre todo sus trazos, los que José Hernández plasmó, por ejemplo, en aquella edición de La metamorfosis, de Kafka, para Círculo de Lectores hace ya muchos años. A mí la edición me deslumbró. Al texto clásico, digamos, se incorporaba un estudio extraordinario de Vladimir Nabokov. Y como eje conductor, onírico e inquietante, las iluminaciones sorprendentes de Hernández. Dibujo en estado natural: luces, sombras, perfiles, contornos. Personas y objetos que se marcan y ratifican. Individuos y cosas que se diluyen en una impura metamorfosis. Y el monstruo ¿o habría que llamarlo el ser fantástico? -si insecto o escarabajo es secundario, y Hernández lo reinventa- condicionando el paisaje de una casa, que ya se sabe que es el símil más próximo para nombrar nuestro propio espacio y el del entorno. Nuestro Yo. Retomo unas líneas que escribía este ilustrador de Kafka recordando su primera lectura de la novela y relacionándola con su carácter introvertido: "Si, como dicen, el límite del hombre es el límite de la imaginación, así me gusta que sea, pues deja al hombre indefinido, de cara a un horizonte ignorado por el que poder avanzar libremente, como explorador de sí mismo..."
La muerte de José Hernández me pilla leyendo a Borges que, en su poema El oro de los tigres, canta:
La muerte de José Hernández me pilla leyendo a Borges que, en su poema El oro de los tigres, canta:
el que ya he sido irreparablemente.
No de la espada o de la roja lanza
defiéndeme, sino de la esperanza."