Poeta palestino Mahmud Darwish en su libro En presencia de la ausencia: "De repente, al volver a un cuerpo atado a cables y máquinas en una habitación grisácea, te pusiste a gritar. ¿Dónde estoy? -preguntaste, y no te dejaron decir más-. Más tarde supiste que los gritos de dolor habían sido la prueba de tu vuelta a la vida, que empieza y acaba con un grito." Ninguno de los dos gritos son únicos y menos semejantes. Tampoco se puede aseverar que en todos los casos el grito primero sea estruendoso y el último quede prácticamente ahogado. ¿Es el grito algo puramente biológico en ambas situaciones? ¿Pesa en el postrero el desconcierto cultural del individuo que ha atravesado toda una vida? ¿Es solamente reflejo el clamor chirriante del naciente o su percepción de vida tiene ya su pizca de conciencia?
Continúa Darwish: "Preguntaste: ¿Dónde he estado? Te dijeron que la muerte te había secuestrado durante minuto y medio, y que una descarga eléctrica te había devuelto a la vida. Pensaste: ¿Tan bella y tranquila es la muerte? No. Aquello no había sido la muerte. Había sido vida de otro tipo. Un dormir a pierna suelta. Un dormir feliz. Y entonces te percataste de que la muerte no les duele a los muertos, sino a los vivos." Si la muerte supiera del dolor se perdonaría a sí misma. Pero la muerte no piensa ni siente. El vacío no hace repaso ni razona ni lamenta. La enfermedad, esa prueba de fragilidad del individuo que a veces llega a casos extremos e irreversibles, sí que juega con sus dados de consciencia. Miedos e ilusiones de superación, tan aparentemente contradictorios ellos, se desbordan sobre un tablero llamado cuerpo. Nadie vuelve de la muerte, sí se puede volver del sueño de la muerte del mismo modo que constante y continuamente regresamos de los sueños de la vida.