Yo no mato a la gente, dice el niño protagonista en la sorprendente y admirable película sueca Déjame entrar. Le responde la niña vampiro: Pero te gustaría hacerlo si pudieras. ¿Es el vampiro de la literatura y de las películas una proyección simbólica de la violencia reprimida? No habla la película solamente de la indefensión de un niño pacífico ante el acoso de unos compañeros de la escuela, sino también de la violencia como elemento del ritual de adolescencia del macho. Y del aprendizaje de la violencia a la contra, por aquello de que o te defiendes o te avasallan. O bien la mano de la venganza como causa permanente del comportamiento violento entre humanos. La película plantea otras perspectivas, nada despreciables como, por cierto, la soledad de los adultos. Y, cómo no, habla sobre la amistad y el amor: ese tándem de frontera indefinida, que no siempre va unido pero que refuerza a los individuos. El amor -en este caso la fascinante atracción entre los protagonistas púberes, que rebota en el espectador- se ofrece cual recurso que acoge e incluso protege frente al miedo de lo hostil y lo desconocido. ¿No es, pues, el amor una de las más importantes representaciones simbólicas de las que se espera todo? Todo lo que puede dar, obviamente.
Fotograma de la película Déjame entrar, dirigida por Tomas Alfredson