Paleontóloga María Martinón-Torres: "Hay algo conmovedor en la especie humana, en su denostada negación de la muerte, en su voluntad, más allá del instinto, de desafiar el final. El ser humano habita el mundo físico y el mundo simbólico y, consciente de su finitud, es en este último donde aspira a permanecer". ¿Es tal vez por esa razón por la que el hombre intentó perpetuar la memoria de los vivos a través de rituales funerarios? ¿Es por esa causa por la que inventó la narración oral transmisible de padres a hijos durante generaciones? ¿Responde el arte, la música y la literatura a un cierto modo de traducir el bagaje físico vivido a mundos de representación que van a sobrevivir, al menos a cierto plazo, a las generaciones desaparecidas? Martinón-Torres no da tregua a sus reflexiones, derivadas de la investigación en la que se vuelca exhaustivamente: "Quizá es esa consciencia de la temporalidad la que nos mueve a buscar el sentido de la vida, a hacer cosas que creemos que merecen la pena, y que permanecerán cuando ya o estemos". Probablemente, quien más o quien menos, de modo harto consciente o simplemente por inercia, conduce su existencia por este camino. Y uno se pregunta: ¿qué hago yo para no consumirme ni en desesperación ni en nihilismo, sobre todo cuando se está de vuelta de la vida? La paleontóloga precisa: "Buscarse un lugar en la historia -o en el corazón de alguien- es la mejor forma de combatir la impotencia y la ansiedad de un animal que vive sabiendo que va a morir". Solo una duda: la expresión un lugar en la historia yo la reduciría a la escala humilde de cada individuo. Cada uno tenemos nuestra parcela de historia -espacio y tiempo- y nuestras pretensiones no deben de ir más allá de perseguir un cierto sentido que nos haya justificado en la presencia de los vivos.