"Mi trabajo está dirigido a apelar a través de imágenes a los mejores instintos de la gente: la generosidad, la tolerancia, la capacidad de identificarse con las vidas de otros y, quizás lo más importante, el rechazo para aceptar lo inaceptable." James Nachtwey, fotógrafo neoyorquino. Nachtwey, que ha pisado zonas en conflicto, guerra o miseria, sabe de qué habla. Pero, ¿hasta qué punto su trabajo apela a los bellos sentimientos que se supone que todos portamos? Cuando en una imagen vemos hambre, ¿no nos mueve la repugnancia hacia el sistema de aquellos a los que les sobra y tiran? Cuando en otra fotografía miramos los cuerpos de la muerte, ¿no nos interrogamos con pavor y odio por sus causas y causantes? Cuando contemplamos otra más de represión o de cárcel o de abandono, ¿no nos indignamos contra los verdugos? ¿Cuestionamos con todas esas imágenes nuestra parte de vida que es cómplice de la mala existencia de otros? No estoy seguro que las fotografías del lado oscuro de la vida de la gente, que en grandes regiones del planeta se impone al lado feliz, promuevan los mejores instintos. Naturalmente, queda la esperanza de que lleguemos a tenerlos. Leo hoy a Manuel Fraijó: "Cuando nos golpea la desgracia, los humanos nos hacemos especialmente conscientes de que siempre son necesarias las dos cosas: retirar escombros y alumbrar nuevas constelaciones de sentido, hacer frente a lo perentorio y pensar en futuros más halagüeños y esperanzadores." O como dirían otros, mientras no nos metemos buenos tortazos no aprendemos. Pero, ¿hasta qué punto aprendemos, si seguimos tropezando en las mismas piedras? ¿Hasta qué punto las imágenes del experimentado Nachtwey alientan y remueven nuestras conciencias? El profesor Fraijó deja caer una frase de Albert Camus, con una sugerencia más concreta: "Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza." Y es que la esperanza vaga puede servir sólo para tranquilizar conciencias, que hagan otros. Pensar conduce a buscar modificaciones y alternativas, nos involucra.