18.7.13

Cotidianidad












Las noches de verano huelen a huevos fritos con patatas, suena el clic de la botella sobre un vaso y el chap de una lata de cola que se abre, se escucha el fragor de cubiertos en las cocinas, las luces de los interiores se reducen, llegan a las casas los ecos de las terrazas del vecindario escasamente ocupadas, las voces de televisiones diferentes se cruzan con mayor o menor estridencia. Casi casi son calcos de otros tiempos. Si no fuera porque las tecnologías digitales varias han reconducido las costumbres de la víspera de la medianoche y porque quien más y quien menos todavía se da a unas vacaciones, más breves que amplias, podría parecer que sustancialmente en poco han cambiado las prácticas de los españoles. Haya cambiado lo que haya cambiado, ese mix de vida callejera de poco gasto y la pervivencia de las cenas familiares forman parte del célebre colchón que está conteniendo la marmita social. 

Acaso son estas las pequeñas pero profundas cosas que aún mantienen cierta vertebración -la de las personas, no la de las instituciones ni la de los poderes y regalías- entre nosotros. Si las reuniones caseras, las charlas de velador y los encuentros en las aceras sirven para tocar las llagas y proponer claridades que desplacen fes indeterminadas, bienvenidas las noches de verano. Puede que haya que recordar una vez más a Mariano José de Larra, que en cada línea de cada artículo daba en la diana de nuestra manera de ser: "Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices". Desde luego al gran reportero madrileño no le faltaba ironía y buena voluntad. Y escaldado estaba. Tal vez porque sabía que no es cosa fácil confiar ni en el de al lado ni en los que confían los de al lado.