No es la pequeñez, es el crecimiento incesante. Es la mirada, que es curiosidad. La espera, que es expectación. La calma aparente, que acaso sea indecisión. Nada que ver con el simbolismo tradicional del perro. Pintor Antonio Saura en el opúsculo El perro de Goya: "¿Y si el perro, además de ser cancerbero del reino de los muertos, imagen del terror nocturno, símbolo profético del tiempo, criatura en el gran desierto del mundo, alegoría renacentista de la ascensión del espíritu, emblema de la fidelidad y de la melancolía, fuese también, en plástica simbiosis, un retrato, una metáfora de un retrato humano, una reflexión sobre nuestra propia condición, y, por qué no, un autorretrato del propio Goya transformado en perro?" Síntesis que hago mía. Cuando me he plantado en El Prado ante el cuadro me he visto a mí mismo. ¿Nos lo legaría Goya como un reflejo purísimo, opuesto al mito de la caverna platónica? Ver la obra de Goya, no me canso nunca de decirlo, no es solo ver arte y además arte de vanguardia cuando las vanguardias no existían todavía. Es ver la intrahistoria del país y la imagen de confusión y zozobra de sus habitantes. Trascendamos: del individuo, sea cual sea su nacionalidad, estatus o calidad que le adoba. Sigue Saura: "...este perro que no se hunde, que apenas se asoma, que ni siquiera es guardián de su propio ámbito, este perro concentrado, tan presente y tan ausente a la vez, que contempla con pavor y con resignación algo que está sucediendo, tal vez la vastedad del universo, o quizá a nosotros mismos asistiendo al paso vertiginoso de la vida, o simplemente la humillación del hombre altivo y fértil, vencido por la edad y la pesadumbre, a quien para siempre sustituye." Ahí es nada. Y es todo porque es pintura, la materialización de la mirada del pintor, sin la cual el perro no estaría ahí. Pero sobre todo una pintura que nos puede decir, a lo Magritte, ojo que esto no es un perro.