10.5.13

Asterión

















Asterión, Asterión. Eres todo fortaleza, pero ya es sabido que la bestia cae derribada con frecuencia ante la apacibilidad de la durmiente. Aparentas fiereza durante las horas diurnas y en la vigilia constante que despliegas ante los intrusos. Mas te vuelves tierno cuando la noche acecha. Conoces mejor que nadie el recorrido del laberinto, aunque a veces te sientes perdido dentro de él, porque en la costumbre está la trampa. No hay una configuración fija, inalterable, eterna. Cada día se modifican las calles, se enervan las alturas, se trazan las travesías, nacen espontáneos los callejones sin salida. Tal vez incluso se amplía el perímetro de sus murallas y de sus recovecos. Y cada jornada tienes siempre algo que aprender de su expansión. Es tu hábitat. Pero no por crecer hallas más libertad de movimientos en su áspero seno. 

Cierto que te llegan aromas de otro mundo. El viento que se cuela en el laberinto huele unos días a mar, otros a trigo, otros a foro donde se exhibe el labris, otros a barrio donde bulle el gentío. Cierto que traspasan los muros de tu bosque cerrado los sonidos del más allá. El aire puede transportarte canciones de juegos infantiles, súplicas de madres, llantos de amantes robados, baladas de pastores que otean los paisajes abiertos que tú añoras tanto desde que te fueron privados, cantos guerreros de ejércitos que podrán imponerse a sus vecinos pero que no han podido todavía contigo. Cierto que iluminan tu cielo el tránsito juguetón de las nubes, el raso azul del cielo, el ardor implacable del sol, el apaciguador tejido de las estrellas. De alguna manera te recompensan de tu destino desdichado. 

En ocasiones te preguntas cómo será todo ese territorio que está al otro lado de tu condena. Sientes su atracción. Sientes una llamada poderosa que, sin embargo, no puedes seguir. En el fondo, no quieres salir de tu inmensa cella. ¿Sabrías estar fuera de tu cubículo de sangre y semen? Probablemente tratarías de convertir en un dédalo inmenso todos los territorios que conquistases. Porque no tienes otra referencia. Porque has olvidado otra vida posible, aquella que anteriormente te fue negada. No pretendes liberarte de tu misma condición. No puedes traspasar las almenas ni atravesar las puertas que no se han construido. Por ello tratas de adecuar tu espacio con la simulación de una vida que no es. Haces frente a los competidores que juegan a héroes, pero acoges a las doncellas con la delicadeza y el respeto que corresponde a tu nobleza. Nada obtienes de ellas sin que ellas te lo concedan. Si con los infiltrados armados, que pretenden asesinarte a traición, te muestras inclemente y fiero, con las jóvenes entregadas por los reyes cobardes adoptas una actitud comprensiva. Ellos, que vienen a traer tu muerte, no se merecen la piedad. Ellas, que llegan para aplacar tu deseo, deben ser ensalzadas y es tu deber salvaguardar su existencia. Te burlas del martirio estéril de los jóvenes varones que han accedido a tus dominios. Pero admiras la profundidad del sueño al que la mujer, agotada por el miedo o la confusión, se deja vencer. Esa caricia en ciernes obra como un punto de contrición. ¿No es ése el resquicio de salvación que les queda siempre a los Minotauros?