"Cada día, a cada momento, centenares de millones de personas regalan, con conmovedora generosidad, todos los pormenores de su vida, de sus aficiones, de sus inclinaciones, de sus manías políticas a una empresa que a cambio les provee con una réplica adaptada del mundo, o personalizada, por decirlo con la palabra inevitable, y que al mismo tiempo de confortarlos y de envolverlos en un capullo hermético de certezas compartidas más o menos tribales, los somete a una especie de radiografía íntima, como bacterias en un cultivo biológico o como esos ratones de los laboratorios que rondan por sus laberintos de cartón llevando diminutos electrodos incrustados en el cráneo", escribe Antonio Muñoz Molina en su último artículo publicado de Babelia.
¿Nadie se da cuenta de cómo el individuo está vendiendo su primogenitura no ya por un plato de lentejas sino por una mirada de Narciso sobre el río? Entendamos el término primogenitura como privacidad, intimidad. Y si lo esencial, tu derecho al pudor y a lo protegido queda al descubierto y se lo regalas a quienes van a comerciar con ello ¿qué garantías te quedan de que tanto tu conciencia como tu libertad estén a salvo? Así pasan las cosas que están pasando. Que avispadas empresas -llámense Facebook o Cambridge Analytica- saben multiplicar y sacar su jugo a la información que obtienen de los usuarios, que la ceden a lo tonto. Información que posteriormente se convierte en influencia sobre masas, sobre millones de ciudadanos. Una esclavitud de nuestros tiempos no obligada, sino solicitada. Y luego no nos extrañemos que se dirija el voto, se adulteren tendencias, se despersonalice el pensamiento y salgan elegidos gobiernos bestias. A la altura en que operan esa clase de empresas no queda duda de que el poder es cada vez más único. Y más Poder. Mientras que la representación popular queda en una entelequia. Eso sí, en su nombre se justifica la barbarie.