Modesto librero neoyorquino Michael Seidenberg, en El País Semanal: "Mis mejores clientes son los regulares, los que vienen cada semana, alumnos de la universidad que compran con el dinero de sus padres, después se independizan y se quedan sin un centavo, pero siguen viniendo, por supuesto para charlar sobre libros y beber gratis. Son la nueva bohemia." Supongo que ha habido bohemias más letradas que otras, sin que se garantice la imaginación y el placer más en quien ha sido lector compulsivo que en quien no. Pero Seidenberg avanza una observación interesante: "Entre ellos comienzo a detectar jóvenes que no tienen un vínculo fetichista con el libro, que no aman los libros, sino las palabras." ¿Rebajamiento propio de tiempos líquidos o recuperación de tradiciones perdidas? Las palabras se han materializado a través de los libros y gracias al libro se han ensayado formas expresivas variadas, incluso las que han ido más allá del simple corsé opcional de poesía y prosa. Pero las palabras ya configuraban historias a través de la tradición oral más ancestral: mitos, leyendas, fabulaciones transmitidos verbalmente que hacían, deshacían y rehacían las historias adaptándolas a cada tiempo. ¿Irán por ahí esos jóvenes que dicen amar más las palabras que el libro fetiche? ¿O prescinden del fetichismo propio de poseer el libro, seguir fieles a un autor o permanecer obsesivos con un género para desnudar las palabras en sí mismas y amarlas de otra manera más libre? El librero puntualiza sobre los jóvenes que frecuentan su tienda con algo que va más allá: "Bueno, también se aman entre ellos".
Fotografía de Elizabeth Crawford