A propósito de una historia heroica de guerra. Heroicidad apenas reconocida. Leo por alguna parte que durante la Primera Guerra Mundial murieron ocho millones de caballos. ¡8.000.000! ¡Ocho!
Problema aritmético: teniendo en cuenta el infinito número de guerras y de cacerías que han tenido lugar desde que las primeras civilizaciones utilizaron al noble animal para sus más execrables fines, calcular con un margen de + - equis caballos cuántos millones más han podido morir a través de la historia no tan excesivamente larga de la Humanidad. No entremos a valorar ahora el número de caballos que murieron como animales de tracción o de carga en períodos de paz o como recreo de señoritos y transporte de aventureros de todos los pelos. La heroicidad y el sacrificio no es propiedad exclusiva de los humanos.Pero mientras a éstos se les honra -inútilmente, eso sí, ya que las vidas no son devueltas por quienes desencadenan las guerras- a los caballos y otros animales se les condena al olvido. Nuestra mentalidad egoísta y explotadora ha considerado a los caballos parte de nuestros recursos. La otra mano de obra. La del silencio, porque creemos que los animales no saben hablar.
La información citada me ha dejado melancólico. Mi sangre indignada sabe esta noche a caballo sediento de justicia. Recuerdo aquel poema-plegaria de Juan Eduardo Cirlot en Oraciones a Mitra y a Marte:
SOL INVENCIBLE, VENCE
mi corazón
mi razón
conviérteme en león
en fuerza que convence
raza
maza
amenaza
¿Me escucharán los dioses y, sobre todo, el más importante de todos, el Sol?